Por Luis Corellano, profesor de ESO y Bachillerato del Colegio Montessori de Zaragoza.

Parece lógico pensar que como siempre, tras la tempestad vendrá la calma. Todo pasará,
y también este tiempo distinto, difícil, extraño y duro. Se dice que muchas cosas cambiarán,
que nada volverá a ser como antes, pero también se puede leer lo contrario, que el hombre es
el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, o que en cuanto volvamos a la
normalidad seremos de nuevo fagocitados por el sistema mercantilista y la tópica y típica
sociedad de consumo. No lo sé, la verdad.

Imagino que la situación que vivimos, que se ha convertido en circunstancia ineludible
desde la que pensar, y la edad que cada individuo tiene, que crea la distancia o perspectiva
particular desde la que se juzgan las cosas, permite que se pueda decir lo que se quiera
porque, a fin de cuentas, las cosas son en buena parte como se viven.

Por eso, hoy más que nunca tendría sentido recordar el conocido aserto orteguiano que
dice eso de que “yo soy yo, y mi circunstancia”. Porque «mi circunstancia», atendiendo al
sentido etimológico, es «lo que me rodea». Y si miro a mi alrededor, hoy, desde hace ya más
de un mes, me rodean las cuatro paredes de mi casa, y en un plano exterior los edificios que
delimitan al mío, y los canales abiertos de una información pesada y monótona que elabora un
siniestro recuento diario de otros yoes que han dejado de existir, para simplemente ser (para
esenciarse en un número, en un recuerdo, en un dolor, en un llanto, en una emoción…,
depende de la perspectiva que se tome para pensarlos o rememorarlos los que aquí seguimos
viviendo).
Pero «mi circunstancia» hoy va más allá. Circunstancialmente, soy también profesor. Y
tengo una relación estrecha de interdependencia con decenas y decenas de otros yoes con los
que comparto quizás la parte más fecunda de mi vida. Ellos me exigen, calladamente y sin
saberlo, ser mi mejor posibilidad y sus rostros, cuando me miran, se convierten en rostros
circunspectos de unos jueces dispuestos a juzgar mi representación, mis palabras y mis obras.

Pero, ¡oh, cielos!, quiere la citada “circunstancia” actual que ahora yo no vea esos rostros
mientras sigo dándoles clase desde mi casa utilizando las posibilidades que ofrece la
tecnología. Sigo hablándoles sin verlos, intentando hacer aquello para lo que siempre pensé
que me orientaba mi vocación, que no es otra cosa que transmitirles lo poco o mucho que yo
he podido comprender de las ciencias y la vida; de traducir en términos más asumibles por
sencillos, complejos conceptos técnicos pero necesarios, para paladear de otra forma algunos
arcanos de la existencia. Solo que ahora lo hago, como digo, mirando la fría cámara de mi
ordenador esperando que mis alumnos estén al otro lado escuchándome con un cierto interés.

Se dice que son los signos de los nuevos tiempos, y no diré que no. Y es ahora cuando
construyo «mi perspectiva». Valoro positivamente y asumo con satisfacción las ventajas del
progreso. ¿Cómo no va a ser plausible la posibilidad de seguir dando clase sin tener que estar
necesariamente presente en el mismo espacio que mis alumnos? Las nuevas herramientas y
las consecuentes nuevas metodologías son buenas, y como siempre dependerán del individuo,
de la persona concreta que las quiera utilizar. Causaría sonrojo tener que recordar aquí lo que
se dice a los niños pequeños acerca de las cosas, que no son ni buenas ni malas. Bueno o malo
lo hace el uso libre que el hombre hace de las cosas. Y quiero decir con todo esto que las
nuevas tecnologías están muy bien, pero que siendo necesarias no son suficientes. La
herramienta necesita el valor añadido que le da quien la usa. No nos confundamos. No son la panacea a este problema de la educación como a casi ningún otro. Sigo anteponiendo al hombre concreto e individual a cualquier otra cosa.

Dar clase a través de una pantalla sin ver las reacciones de los alumnos, es decir, sin tener
eso que considero fundamental en la enseñanza que es presenciar el «feed back» para poder
ser empático con ellos y amoldar mi discurso a lo que sus gestos, sus miradas, sus ojos te dicen
sin tener que hablar es para mí un problema. Llevo más de tres décadas dando clases y me
jacto de ser un buen “lector” de gestos, movimientos o rictus de los más variados. Esta
circunstancia es algo que pondría en el debe del sistema de la “videoclase”, si se me permite el
neologismo.

Por otra parte, y arguyendo desde una óptica quizás un poco menos pragmática y más
“filosófica” debo decir que uno, como la mayor parte de los pensadores que en el mundo han
sido, también cree que el hombre es un animal social. Necesitamos a los demás porque no
somos autosuficientes en nada. Y la vida actual te permite conjugar los dos planos de la
existencia humana, el individual concreto con el social abstracto. Y digo abstracto pensando de
nuevo en Ortega, cuando dice que el hombre es una realidad abierta que vive una vida como
un proyecto, como un “quehacer” lleno de riesgos ante el debemos saber qué hacer y cómo
orientarnos. Y ahí, para mí, se hacen necesarios los otros. Porque los otros me enriquecen y
me ayudan a encontrar mayor sentido a mi vida.

¿Entienden ahora por qué necesito algo más que una pantalla? Necesito salir a jugar al
campo con, no contra, otros jugadores; no quiero ser reserva sino titular indiscutible; quiero
ser protagonista con los demás. Necesito, cuando profeso, a pesar de Sartre, «la mirada de los
otros» y en ese juego de miradas que es la base de la sociedad, como bien decía mi querido y
admirado maestro Ignacio Izuzquiza, encuentro mi lugar en el mundo.

Por eso pienso que, aunque es bueno que celebremos las posibilidades de las nuevas
tecnologías aplicadas a la enseñanza, nunca estará de más una pizarra tradicional, unas tizas y
unos segundos necesarios para que mis alumnos vayan guardando silencio… porque la clase va
a empezar…